Encerrado, solo y escondido


Vigilante, como siempre, desde la sombra, asomado por una rendija. Testigo de excepción sin que nadie lo sepa.
Abandonado allí por deseo propio, ahora lejos de quienes tú querías. Como siempre, lejos de quienes te querían a ti.
Disfrutarás, sabedor de información de primera mano sobre todo el terremoto del que vas a formar parte. Estate atento, no te caiga nada encima y te aplaste –o te esparza–.

Pero qué triste… encerrado, solo y escondido. Incomunicado de Ellos y de nosotros. Que aunque sepamos que no eres nada ya, esa nada nos pertenece.
Eres MI nada. Polvitos mágicos que me recuerdan por qué luchar por imposibles si en ellos se vislumbra un ápice de verde esperanza. Trocitos machacados que insisten en que deje de pensar y viva.

Encerrado, solo y escondido. Así se presenta tu futuro. Puede que ya tengamos otra cosa en común.

Lo bueno de la nada es que no puedes sentirla. 

(Y mientras tanto, te imagino como siempre, observando y dirigiendo desde un rincón, para al final salirte con la tuya, a lo callandito. Te imagino buscando alternativas, y de acá para allá, metido en todo como el que no quiere la cosa, pejiguera como tú solo, intenso como el que quiere que todo salga perfecto porque se le va la vida en ello.
¡Vaya! no sé a quién me recuerda eso…
Creer en la nada también se hace difícil, es más fácil inventar un «Continuará…» y dejar salir esos sentimientos imaginarios que se superponen a que la nada, es irremediablemente la nada.
La ausencia de esa fe convencional no deja de ser otra fe. Y es que la nada no se ve, se cree en ella o no se cree. Y como todo dogma, es asequible al abatimiento).

Sólo te pido una cosa: no te pierdas. Por una vez en la vida –o en la muerte, yo qué sé– haz algo por mi. Perder MI nada es, al fin, perderlo todo.

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